lunes, 24 de febrero de 2020

La luz y la Danza (1913) - Loie Fuller



La luz y la Danza
Por Loie Fuller (1913)

Puesto que ha sido aceptado generalmente que yo he creado algo nuevo, algo compuesto de luz, color, música y danza, más específicamente de luz y de danza, me parece que podría ser apropiado, después de haber considerado mi creación desde el punto de vista de lo anecdótico y lo pintoresco, explicar, en términos más serios, cuáles son mis ideas en lo relativo a mi arte y cómo lo concibo tanto independientemente cono en relación a las artes (1). Si parezco demasiado seria, pido disculpa por anticipado.
Espero que este “ensayo” teórico sea mejor recibido que cierto ensayo práctico que emprendí, poco después de mi llegada a Paris, en la catedral de Notre Dame.
¡Notre Dame! La catedral de la que Francia está en justicia orgullosa, fue naturalmente el objetivo de una de mis primeras extravagancias artísticas, podría decirse una de las primerísimas. Las altas columnas, cuyos ejes, compuestos de columnas ensambladas, se elevan claros hasta las volutas; las admirables proporciones de la nave; el coro, los asientos de viejo roble tallado y las barandillas de hierro Forjado: ese cúmulo
NOTA DE PIE DE PAGINA: (1) Loie Fuller Presentó su Danza Serpentina en el Casino de Teatro de Nueva York en 1891. Era la primera vez que se combinaban efectos de luz y movimiento. Desde el principio, Fuller utilizó la luz eléctrica no para reforzar el ilusionismo de la escena italiana, sino para crear imágenes en movimiento, producidas en gran parte gracias  alos efectos de la luz sobre su propia silueta, ampliada por volátiles tejidos de su vestuario. Fuller desarrolló su primer hallazgo probando diferentes ángulos de iluminación (para la danza del fuego colocó un fuco bajo sus pies) y recurriendo  a diversos accesorios (como bastones). El resultado es una escena de ambiente mágico y onírico, el efecto contrario al que se conseguía en esas mismas fechas mediante la aplicación de la iluminación eléctrica en la escena naturalista.

Armonioso y magnífico me impresiono profundamente. Pero lo que me encanto más que cualquier otra cosa fue el maravilloso vidrio de los rosetones laterales, y aún más, quizá, los rayos  de luz solar que vibraban en la iglesia, en diversas direcciones, intensamente coloreados, como resultado de haber pasado a través de las suntuosas ventanas.
            Casi  olvidé donde estaba. Tome mi pañuelo de bolsillo, un pañuelo blanco, y lo agité en los haces de luz coloreada, tal como agitaba por la noche mis tejidos de seda en los rayos de mis proyectores.
            Súbitamente, un hombre alto imponente, adornado con una pesada cadena de plata, que colgaba de un cuello impresionante, avanzó ceremoniosamente hacía mí, me asió por el brazo y me condujo a la entrada, dirigiéndome unas frases que interpreté como poco amigables, a pesar que no entendía una palabra. Para ser breve, me arrojo en la acera. Allí se quedó mirándome con una expresión tan severa que comprendí que su intención era la de no dejarme entrar nuevamente en la iglesia bajo ningún pretexto.
            Mi madre estaba tan asustada como yo.
            Justo entonces pasó un caballero que, viéndonos completamente desconcertadas, nos preguntó qué había ocurrido. Yo señale al hombre de la cadena, que aún seguía vigilándonos encolerizado.
“Pregúntele a él” dije.
El caballero me tradujo el lenguaje del sacristán:
“Dígale a esa mujer que se largue; está loca”
            Así fue mi primera visita a Notre Dame y la vejatoria experiencia que me causo mi amor por el color y la luz.
            Cuando vine a Europa nunca había estado en un museo de arte. La vida que había llevado en Estados Unidos no me había dado motivación ni tiempo de ocio para llegar  a interesarme por las obras maestras, y mi conocimiento del arte casi no merece la pena mencionarlo. El primer museo cuyo umbral crucé fue el Bristish Museum. Despues visite la National Gallery. Más tarde, me familiaricé con el Louvre y, a su debido tiempo, con la mayoría de los muesos de Europa. La  circunstancia que con más fuerza me ha golpeado al contemplar estos museos es que los arquitectos no han prestado la atención adecuada a la consideración de la luz.
            Debido a este defecto, en la mayoría de los museos obtuve una impresión de confusión desagradable. Cuando contemplo los objetos durante unos momentos me sobreviene una sensación de cansancio, resulta imposible separar unas cosas de otras. Siempre me he preguntado si no llegará un día en que el problema de la iluminación sea mejor resuelto. La cuestión de la iluminación, de la reflexión, de los rayos de la luz que caen sobre los objetos es tan esencial que no puedo entender cómo se le ha otorgado tan poca importancia. No he visto en ningún  sitio un museo en que la iluminación fuera perfecta. Los cristales de vidrio que dejan pasar la Luz deberían estar cubiertos o velados del mismo modo que las lámparas que iluminan los teatros, entonces los objetos podrían ser observados sin la molestia del destello de la ventana.
            Los esfuerzos del arquitecto deberían ir dirigidos por completo en esta dirección: a la redistribución de la luz. Hay mil formas de distribuirlas. Para que pueda satisfacer las condiciones deseadas, la luz debería ser llevada directamente a los cuadros y las estatuas en vez de que los alcanzara por casualidad.
            El color es luz desintegrada. Los rayos de luz, desintegrados por vibraciones, tocan uno u otro objeto, y esta desintegración, fotografiada por la retina, es siempre el resultado químico de cambios en la materia y en los rayos de luz. Cada uno de estos efectos es designado con el nombre de color.
            Nuestro conocimiento sobre la producción y variaciones de estos efectos se encuentra precisamente en el punto en que se hallaba la música cuando no había música.
            En su fase más temprana la música no era más que armonía natural; el sonido de la cascada, el retumbar de la tormenta, el agradable silbido del viento del oeste, el murmullo de los arroyos, el repiqueteo del agua sobre las hojas secas, todos los sonidos del  agua tranquila o del mar agitado, el sueño de los lagos, el tumulto del huracán, el silbo del viento, el temible rugido del ciclón, el chasquido del trueno, el crepitar de las ramas.
            Después de esto, los pájaros cantores y todos los animales emitían diversos sonidos. La armonía estaba ahí; el hombre, clasificando y componiendo los sonidos, creó la música.
            Todos sabemos lo que el hombre ha sido capaz de conseguir desde entonces.
            El hombre, antiguo maestro en el ámbito musical, está hoy en la infancia del arte desde el punto de vista del control de la luz.
            Fragmento Tomado del libro de: Sánchez, J. (1999). La Escena Moderna, Manifiestos y textos de teatro de la época de las vanguardias.

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