lunes, 17 de febrero de 2020

Actor, espacio, luz y pintura - Adolphe Appia




ACTOR, ESPACIO, LUZ, PINTURA
Por Adolfo Appia pp. 35-41

En el texto de Adolfo Appia que presentamos a continuación, aun cuando no sabemos su  fecha con precisión, es anterior a 1920. Nos ha sido proporcionado por André Veinstein quien se esfuerza por difundir la obra, en muchos respectos desconocida, de uno de los maestros del teatro contemporáneo. A propósito de su obra más reciente “La obra de arte viviente”, publicada en 1921, Jacques Copeau, escribía en una carta dirigida a Appia: “En muchas partes he encontrado expresadas con una fuerza y una claridad que jamás antes había usted alcanzado cosas que yo mismo pienso más y más cada día”.
Nacido en 1862, de origen suizo, Adolfo Appia fue en efecto uno de los primeros en arrancar al teatro la pomposa estética de su tiempo y en formular los principios de la reforma de la cual ha salido el teatro de hoy. En 1895 publica una obra “La puesta en escena del drama Wagneriano”, y después de una traducción alemana de “La música y la puesta en escena”, que lo señalan, seguidamente, no sólo para renovar la representación de diversas óperas, sino también para elaborar proyectos de puestas en escena de Shakespeare y Claudel.
Partiendo de la música como “elemento” de armonía del espacio, Appia llega muy pronto a sustituir el decorado pintado por un decorado construido, “Constituido de escaleras y plataformas que dan a los movimientos del actor todo su poder de expresión”. André Veinstein de quien hemos tomado estos datos biográficos nos recuerda así mismo que Adolfo Appia, fue el primero en suprimir la rampa y la cortina y en dar a la iluminación con proyectores el papel principal en la animación escénica.
La obra de Appia está igualmente en los orígenes del vasto movimiento que se manifestará en Alemania, Rusia, Polonia, Francia y Estados Unidos, en favor de la escena arquitectónica. Veremos que las búsquedas de Appia no se detenían en la escena y que soñaba en construir un teatro que respondiese por fin a concepciones racionales.
Gracias a la “Fundación Appia” constituida en Ginebra, han podido reunirse gran número de decorados y de textos inéditos de Adolfo Appia (El gesto del arte, experiencias de teatro, búsquedas personales, nuevas formas, etc.) Hallarán fácilmente un lugar en la historia del teatro, junto a las obras de un Gordon Craig, Jacques Copeau o de un Stanislavsky. El texto que publicamos hoy, plantea cuestiones que solo se han obtenido respuestas parciales. Puede el teatro convertirse en técnica y en el ideal, de “espacio y luz”. (nota del T.P.)
La primera noción indispensable para poder juzgar actualmente el arte dramático y su evolución escénica, es la de que existe un intercambio entre la concepción primordial del dramaturgo y los medios de representación que se ofrecen y con los cuales se puede contar. Sería evidentemente más exacto decir que este intercambio debiera existir, puesto que en nuestros días, desgraciadamente la influencia determinante no viene no viene más que de un solo lado; es nuestra concepción moderna del teatro y de la puesta en escena lo que obliga al dramaturgo a limitar su visión. Se trata, pues, ante todo de orientarnos en relación a este elemento que refrena tan tiránicamente la fantasía del autor dramático.
El arte de la puesta en escena, es el arte de proyectar en el espacio lo que el dramaturgo no ha podido proyectar sino en el tiempo. Ese tiempo, esta contenido implícitamente en un texto, con o sin música. Examinemos lo que nuestra puesta en escena ofrece al autor dramático, y principalmente en países latinos, donde un conservadurismo a veces saludable y protector, puede, tratándose de un arte vivo, convertirse en un peligro positivo.
El primer factor de la puesta en escena es el intérprete, el actor. El actor es el portavoz de la acción. Sin él no hay acción, ni por lo tanto drama. Todo, al parecer, debiera subordinarse a este elemento que esta jerárquicamente en primera línea. Ahora bien, el cuerpo es vivo, movible y plástico: tiene tres dimensiones. Habrá que tomar en cuenta escrupulosamente este hecho en relación al espacio  y a los objetos que se le destinen. Después del actor, vendría directamente la disposición general de la escena; por ella el actor toma contacto y realidad con el espacio escénico.
Tenemos ya dos elementos esenciales: el actor y la disposición de la escena, la cual debe convertirse en su forma plástica a sus tres dimensiones.
¿Qué queda?
¡La luz!
Nuestra escena es un espacio indeterminado y obscuro, evidentemente lo primero es ver claro. Pero esto no es casi más que una condición primordial, como lo sería la simple presencia del actor sin actuar. La luz, al igual que el actor, debe hacerse activa; y para conferirle rango de expresión dramática, hay que ponerla al servicio…del actor, el cual es su superior jerárquico; al servicio de la expresión dramática y plástica del actor.
Supongamos que hemos creado un espacio conveniente al actor; la luz tendrá la obligación de convenir tanto al uno como al otro. Veremos el obstáculo que se opone a nuestra puesta en escena moderna. La luz es de una elasticidad, casi milagrosa. Posee todos los grados de claridad, como una paleta todas las posibilidades del color, toda la movilidad;  puede crear sombras, esparcir en el espacio   la armonía de sus vibraciones, tal como lo haría la música. Poseemos en ella todo el poder expresivo en el espacio, si este espacio está puesto al servicio del actor.
Esta nuestra jerarquía normalmente constituida:
Ø  El actor representa el drama,
Ø  El espacio con sus tres dimensiones al servicio de la forma plástica del actor,
Ø  La luz que vivifica tanto a uno como al otro.
Pero, ¿por qué? hay un pero, y ustedes lo han adivinado ¿y la pintura? ¿Qué entendemos por pintura en materia del arte escénico?
Un conjunto de telas pintadas y recortadas, dispuestas perpendicularmente y más o menos paralelamente y en profundidad sobre la escena. Estas telas están cubiertas de luces pintadas, de sombras pintadas, de objetos pintados, de formas, de arquitecturas; y todo ello naturalmente, sobre una superficie plana, pues tal es el modo de ser de la pintura. La tercera dimensión esta reemplazada insidiosamente por una sucesión mentirosa en el espacio, ahora bien, en el espacio oscuro de la  escena, habrá que iluminar esta bella pintura.
Supongamos a un aficionado al arte que coloque estatuas en medio de suntuosos frescos. ¿Qué ocurriría con las estatuas si se iluminan bien los frescos? Y viceversa…
Nuestra puesta en escena ha subvertido el orden jerárquico: so pretexto de ofrecernos muchos motivos difíciles o imposibles de realizar en las tres dimensiones, ha desarrollado la pintura de decorados hasta la locura y le ha vergonzosamente subordinado el cuerpo vivo del actor. La luz ilumina pues sus telas (puesto que es preciso verlas) sin pensar en el actor que sufre la suprema humillación de desenvolverse entre marcos pintados y sobre un piso horizontal.
Todos los intentos modernos por la reforma escénica tocan a ese punto en esencial, es decir, del modo de devolver a la luz todo su poder, y por medio de ella, al actor y al espacio escénico, su valor plástico integral. Si nuestra jerarquía, es pues, una realidad sin disputa – y esto es así, es el elemento inferior, la pintura, lo que debe ser, si no sacrificado, cuando menos sometido a los otros tres factores superiores a ella-. ¿Pero de qué manera?
No olvidemos que eso se trata aquí, sino en segundo lugar de puesta en escena. Lo que buscamos es reestablecer progresivamente una reciprocidad equitativa entre el autor, y a través de él, a la concepción dramática de la misma. Es el futuro del drama, lo que hay que preparar.
 Nuestros directores, desde hace tiempo han sacrificado la apariencia corporal y viva del actor a las ficciones muertas de la pintura, bajo semejante tiranía, evidentemente el cuerpo humano no ha podido desarrollar normalmente sus medios de expresión.
Hoy el retorno al cuerpo humano como medio de expresión de primerísimo orden es una idea que obsede a los espíritus, que anima a la fantasía y que da lugar a muy diversas tentativas y de valor, muy desigual, ciertamente, pero dirigidas todas a la misma rehabilitación. Cada uno de nosotros habrá notado, de una parte, que el ejecutante tendía, por cierto modo implícitamente, a acercarse al espectador, y habrá sentido de otra parte (unos más profunda y apasionadamente que otros), una suerte de arrebato del espectador hacia el ejecutante. Nuestros espectáculos nos obligaban a una pasividad tan despreciable que la ocultábamos cuidadosamente en las tinieblas de la sala. Ahora, y ante el esfuerzo humano por encontrarse a sí mismo, nuestra emoción se convierte casi en un comienzo de colaboración fraternal; desearíamos ser nosotros mismos ese cuerpo que contemplamos: el instinto social se despierta en nosotros, allí donde hasta hoy lo habíamos fríamente apagado, y la división que separa la escena y la sala resulta una dolorosa barbarie, nacida de nuestro egoísmo.
Henos aquí en el punto más sensible de la reforma dramática. Hay que proclamarlo de viva voz: nunca el autor dramático liberara  su visión mientras siga considerándola como necesariamente ligada a la línea de demarcación entre el espectáculo y el espectador. Esta visión puede ser ocasionalmente deseable, pero no debe ser la única norma. De donde –inútil decirlo- el acondicionamiento ordinario de nuestros teatros debe evolucionar lentamente hacia una concepción más liberal del arte dramático. Llegaremos tarde o temprano a lo que habrá de llamarse la sala a secas. Una especie de catedral de catedral del futuro que, en un espacio vasto libre y transformable, acogerá las más diversas manifestaciones de nuestra vida social y artística, y que será el lugar por excelencia  donde florezca el arte dramático, con o sin espectadores.
Theaitre populaire, n° 5, 1954
Tradujo Juan Larco
Tomado de: Cuadernos de Teatro. Sobre escenografía: Vychodil, Appia, Bablet, La Habana

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