ACTOR,
ESPACIO, LUZ, PINTURA
Por
Adolfo Appia pp. 35-41
En el texto de Adolfo Appia que presentamos a continuación,
aun cuando no sabemos su fecha con
precisión, es anterior a 1920. Nos ha sido proporcionado por André Veinstein
quien se esfuerza por difundir la obra, en muchos respectos desconocida, de uno
de los maestros del teatro contemporáneo. A propósito de su obra más reciente
“La obra de arte viviente”, publicada en 1921, Jacques Copeau, escribía en una
carta dirigida a Appia: “En muchas partes he encontrado expresadas con una
fuerza y una claridad que jamás antes había usted alcanzado cosas que yo mismo
pienso más y más cada día”.
Nacido en 1862, de origen suizo, Adolfo Appia fue en efecto
uno de los primeros en arrancar al teatro la pomposa estética de su tiempo y en
formular los principios de la reforma de la cual ha salido el teatro de hoy. En
1895 publica una obra “La puesta en escena del drama Wagneriano”, y después de
una traducción alemana de “La música y la puesta en escena”, que lo señalan,
seguidamente, no sólo para renovar la representación de diversas óperas, sino
también para elaborar proyectos de puestas en escena de Shakespeare y Claudel.
Partiendo de la música como “elemento” de armonía del
espacio, Appia llega muy pronto a sustituir el decorado pintado por un decorado
construido, “Constituido de escaleras y plataformas que dan a los movimientos
del actor todo su poder de expresión”. André Veinstein de quien hemos tomado
estos datos biográficos nos recuerda así mismo que Adolfo Appia, fue el primero
en suprimir la rampa y la cortina y en dar a la iluminación con proyectores el
papel principal en la animación escénica.
La obra de Appia está igualmente en los orígenes del vasto
movimiento que se manifestará en Alemania, Rusia, Polonia, Francia y Estados Unidos,
en favor de la escena arquitectónica. Veremos que las búsquedas de Appia no se
detenían en la escena y que soñaba en construir un teatro que respondiese por
fin a concepciones racionales.
Gracias a la “Fundación Appia” constituida en Ginebra, han
podido reunirse gran número de decorados y de textos inéditos de Adolfo Appia
(El gesto del arte, experiencias de teatro, búsquedas personales, nuevas
formas, etc.) Hallarán fácilmente un lugar en la historia del teatro, junto a
las obras de un Gordon Craig, Jacques Copeau o de un Stanislavsky. El texto que
publicamos hoy, plantea cuestiones que solo se han obtenido respuestas
parciales. Puede el teatro convertirse en técnica y en el ideal, de “espacio y
luz”. (nota del T.P.)
La primera noción indispensable para poder juzgar
actualmente el arte dramático y su evolución escénica, es la de que existe un
intercambio entre la concepción primordial del dramaturgo y los medios de
representación que se ofrecen y con los cuales se puede contar. Sería
evidentemente más exacto decir que este intercambio debiera existir, puesto que
en nuestros días, desgraciadamente la influencia determinante no viene no viene
más que de un solo lado; es nuestra concepción moderna del teatro y de la
puesta en escena lo que obliga al dramaturgo a limitar su visión. Se trata,
pues, ante todo de orientarnos en relación a este elemento que refrena tan
tiránicamente la fantasía del autor dramático.
El arte de la puesta en escena, es el arte de proyectar en
el espacio lo que el dramaturgo no ha podido proyectar sino en el tiempo. Ese
tiempo, esta contenido implícitamente en un texto, con o sin música. Examinemos
lo que nuestra puesta en escena ofrece al autor dramático, y principalmente en
países latinos, donde un conservadurismo a veces saludable y protector, puede,
tratándose de un arte vivo, convertirse en un peligro positivo.
El primer factor de la puesta en escena es el intérprete, el
actor. El actor es el portavoz de la acción. Sin él no hay acción, ni por lo
tanto drama. Todo, al parecer, debiera subordinarse a este elemento que esta
jerárquicamente en primera línea. Ahora bien, el cuerpo es vivo, movible y
plástico: tiene tres dimensiones. Habrá que tomar en cuenta escrupulosamente
este hecho en relación al espacio y a
los objetos que se le destinen. Después del actor, vendría directamente la
disposición general de la escena; por ella el actor toma contacto y realidad
con el espacio escénico.
Tenemos ya dos elementos esenciales: el actor y la
disposición de la escena, la cual debe convertirse en su forma plástica a sus
tres dimensiones.
¿Qué queda?
¡La luz!
Nuestra escena es un espacio indeterminado y obscuro,
evidentemente lo primero es ver claro. Pero esto no es casi más que una
condición primordial, como lo sería la simple presencia del actor sin actuar.
La luz, al igual que el actor, debe hacerse activa; y para conferirle rango de
expresión dramática, hay que ponerla al servicio…del actor, el cual es su
superior jerárquico; al servicio de la expresión dramática y plástica del
actor.
Supongamos que hemos creado un espacio conveniente al actor;
la luz tendrá la obligación de convenir tanto al uno como al otro. Veremos el
obstáculo que se opone a nuestra puesta en escena moderna. La luz es de una
elasticidad, casi milagrosa. Posee todos los grados de claridad, como una
paleta todas las posibilidades del color, toda la movilidad; puede crear sombras, esparcir en el
espacio la armonía de sus vibraciones,
tal como lo haría la música. Poseemos en ella todo el poder expresivo en el
espacio, si este espacio está puesto al servicio del actor.
Esta nuestra jerarquía normalmente constituida:
Ø El
actor representa el drama,
Ø El
espacio con sus tres dimensiones al servicio de la forma plástica del actor,
Ø La
luz que vivifica tanto a uno como al otro.
Pero, ¿por qué? hay un pero, y ustedes lo han adivinado ¿y
la pintura? ¿Qué entendemos por pintura en materia del arte escénico?
Un conjunto de telas pintadas y recortadas, dispuestas
perpendicularmente y más o menos paralelamente y en profundidad sobre la
escena. Estas telas están cubiertas de luces pintadas, de sombras pintadas, de
objetos pintados, de formas, de arquitecturas; y todo ello naturalmente, sobre
una superficie plana, pues tal es el modo de ser de la pintura. La tercera
dimensión esta reemplazada insidiosamente por una sucesión mentirosa en el
espacio, ahora bien, en el espacio oscuro de la
escena, habrá que iluminar esta bella pintura.
Supongamos a un aficionado al arte que coloque estatuas en
medio de suntuosos frescos. ¿Qué ocurriría con las estatuas si se iluminan bien
los frescos? Y viceversa…
Nuestra puesta en escena ha subvertido el orden jerárquico:
so pretexto de ofrecernos muchos motivos difíciles o imposibles de realizar en
las tres dimensiones, ha desarrollado la pintura de decorados hasta la locura y
le ha vergonzosamente subordinado el cuerpo vivo del actor. La luz ilumina pues
sus telas (puesto que es preciso verlas) sin pensar en el actor que sufre la
suprema humillación de desenvolverse entre marcos pintados y sobre un piso
horizontal.
Todos los intentos modernos por la reforma escénica tocan a
ese punto en esencial, es decir, del modo de devolver a la luz todo su poder, y
por medio de ella, al actor y al espacio escénico, su valor plástico integral.
Si nuestra jerarquía, es pues, una realidad sin disputa – y esto es así, es el
elemento inferior, la pintura, lo que debe ser, si no sacrificado, cuando menos
sometido a los otros tres factores superiores a ella-. ¿Pero de qué manera?
No olvidemos que eso se trata aquí, sino en segundo lugar de
puesta en escena. Lo que buscamos es reestablecer progresivamente una
reciprocidad equitativa entre el autor, y a través de él, a la concepción
dramática de la misma. Es el futuro del drama, lo que hay que preparar.
Nuestros directores,
desde hace tiempo han sacrificado la apariencia corporal y viva del actor a las
ficciones muertas de la pintura, bajo semejante tiranía, evidentemente el
cuerpo humano no ha podido desarrollar normalmente sus medios de expresión.
Hoy el retorno al cuerpo humano como medio de expresión de
primerísimo orden es una idea que obsede a los espíritus, que anima a la
fantasía y que da lugar a muy diversas tentativas y de valor, muy desigual,
ciertamente, pero dirigidas todas a la misma rehabilitación. Cada uno de
nosotros habrá notado, de una parte, que el ejecutante tendía, por cierto modo
implícitamente, a acercarse al espectador, y habrá sentido de otra parte (unos
más profunda y apasionadamente que otros), una suerte de arrebato del
espectador hacia el ejecutante. Nuestros espectáculos nos obligaban a una
pasividad tan despreciable que la ocultábamos cuidadosamente en las tinieblas
de la sala. Ahora, y ante el esfuerzo humano por encontrarse a sí mismo,
nuestra emoción se convierte casi en un comienzo de colaboración fraternal;
desearíamos ser nosotros mismos ese cuerpo que contemplamos: el instinto social
se despierta en nosotros, allí donde hasta hoy lo habíamos fríamente apagado, y
la división que separa la escena y la sala resulta una dolorosa barbarie,
nacida de nuestro egoísmo.
Henos aquí en el punto más sensible de la reforma dramática.
Hay que proclamarlo de viva voz: nunca el autor dramático liberara su visión mientras siga considerándola como
necesariamente ligada a la línea de demarcación entre el espectáculo y el
espectador. Esta visión puede ser ocasionalmente deseable, pero no debe ser la
única norma. De donde –inútil decirlo- el acondicionamiento ordinario de nuestros
teatros debe evolucionar lentamente hacia una concepción más liberal del arte
dramático. Llegaremos tarde o temprano a lo que habrá de llamarse la sala a
secas. Una especie de catedral de catedral del futuro que, en un espacio vasto
libre y transformable, acogerá las más diversas manifestaciones de nuestra vida
social y artística, y que será el lugar por excelencia donde florezca el arte dramático, con o sin
espectadores.
Theaitre populaire, n°
5, 1954
Tradujo Juan Larco
Tomado
de: Cuadernos de Teatro. Sobre escenografía: Vychodil, Appia, Bablet, La Habana
No hay comentarios:
Publicar un comentario